jueves, 9 de diciembre de 2010

La lectora escribe

Ahi va un cuento que escribí en el taller literario. Es autobiográfico.

La herencia


Me recuerdo mirando la biblioteca.

Mi casa era sencilla e incompleta. Sueño inconcluso y eternamente en obra de mis padres, dos profesores de literatura. Siempre faltaba agregar una habitación aquí, un cerámico allá, terminar el quincho o poner el barral de la escalera.

Pero la biblioteca, al menos para mí, era el lujo del hogar. Ocupaba una pared entera, del piso al techo. Arriba estaban los libros más lujosos y los que menos se usaban: “Historia del Arte”, “Grandes Maestros de la Pintura” “Mitología Griega”, una versión encuadernada en cuero de El Quijote, los tomos de Aguilar de Sthendal, Shakespeare y Goethe. Luego venían los de literatura europea, latinoamericana y argentina. Más a mano, los libros que mis padres usaban para dar clase: los que más recuerdo son los de Loprete y el de Lacau- Rosetti, de quienes recién años después me enteré que eran dos personas y no una con doble apellido. Había también decenas de ejemplares del Martín Fierro y el Mio Cid, para entregar a los alumnos irresponsables o desafortunados, que no tenían el material en clase.

Los libros entraban y salían en y de la biblioteca, que siempre variaba su fisonomía y parecía ser el centro gravitacional de la casa. Muchos de los ejemplares tenían una firma que aprendí a reconocer tempranamente: la de Alfredo, mi padrino de bautismo.

Alfredo había sido compañero de la facultad de mi papá, que empezó a estudiar de grande. Yo nací en el 74, cuando ellos estaban en tercer año de la carrera y el ex seminarista oriundo de la Capital y eterno huésped del departamento de dos ambientes que alquilaban mis viejos, fue elegido enseguida como compadre.

Eran tiempos bravos en el país y el flaco –dicen- siempre fue un visionario. Sabía que aquello sólo podía empeorar. A fines del 75 se fue de viaje por Latinoamérica, emulando tal vez el viaje iniciático del Che. Un mes después mandó una larga carta desde Colombia anunciando que no volvía. “Me enamoré de esto, Ricky” le decía a mi padre “Allá la cosa se va a poner muy brava, y la triple A ya me tiene fichado. ¡Si no puedo viajar a Buenos Aires a ver a mis viejos sin afeitarme la barba!”. “Repartan como quieran la pobreza que dejé. Lo único que quiero es que le des la Olivetti a Ana María”.

Me crié rodeada de sus cosas: Libros, artículos de camping, algunos muebles baratos. “Esto era de Alfredo” solía decir mi mamá mirando los objetos con una mezcla de ternura e incredulidad, como sorprendida de su persistencia. Yo siempre me sentí la heredera natural de esos tesoros. Especialmente de los libros.

El problema era que no sabía leer. Miraba la biblioteca altísima e inasible. Lo único que podía descifrar era una rayuela dibujada en el lomo de un libro negro, petiso y ancho. “El primer libro que voy a leer va a ser ése de la rayuelita” anunciaba con determinación ante la hilaridad de los grandes.

Mi primer anhelo fue leer. Participar de la magia de la biblioteca. Usufructuar la herencia. El segundo deseo fue escribir. Contestar las cartas y tarjetas que llegaban de Colombia muchas veces por año, y para mi cumpleaños sin falta. Alfredo se dibujaba a sí mismo con su barba, su mujer colombiana y su hijo. En todas las cartas preguntaba ¿Ya sabés leer? ¿Cuándo me vas a escribir una carta? Yo me avergonzaba mandando unos dibujitos de porquería. Estaba claro que para los adultos que me rodeaban la palabra escrita era lo que valía.

Finalmente aprendí a leer. A medida que pasaban los años me fui apropiando de la biblioteca, de sus secretos. Exploraba colecciones, empezaba y dejaba algunos libros, otros los leía varias veces.

Las cartas de Alfredo seguían llegando puntuales. Se había separado, tenía otro hijo varón que iba al jardín de infantes. El mayor estudiaba ballet, lo que me parecía el colmo de la extravagancia. La barba, decía, ya se está encaneciendo.

Un día, hurgando en la biblioteca, me llamó la atención un libro extraño, con el lomo azul entelado. Lo saqué y vi que no era un libro sino un cuaderno. Un cuaderno de tapas duras, viejo, diferente a los fragantes Rivadavia que yo conocía.

Lo abrí. En la contratapa, una dedicatoria: “A los hijos que aún no tuve, que tal vez me conozcan viejo ya, sin ganas de vivir, ni de contar lo vivido”. Era un diario de Alfredo. Pero no como los que yo llevaba en esa época: literales y ceñidos a los hechos. Éste se componía de reflexiones, poesías y el relato de cosas que le pasaban, contadas con un estilo de una belleza singular y que a la vez me era conocido: así me escribía sus cartas y tarjetas.

El cuaderno encerraba la historia de un amor prohibido: La hermana adolescente de una compañera de facultad, apenas quinceañera, se le había presentado una tarde en su departamento de estudiante y se le había ofrecido. A él. Un tipo solitario que ya pasaba los veinticinco. No supo o no pudo rechazarla. Ella, con una tozudez asombrosa, siguió yendo. Embargado por la fascinación y la extrañeza, él no entendía qué le había visto esa niña, si ya se sentía un viejo. Si ya había vivido tantas vidas.

Se dejó llevar por la obstinación de esa niña que parecía despojarlo de su libre albedrío. Tal vez por eso (por lo inexplicable que le parecía todo) a nadie le contó esa historia. Sólo al cuaderno. El cuaderno de tapas duras para los hijos que no habían nacido, y que quedó mezclado con los libros, inadvertido.

Lo guardo desde hace años. Por un tiempo pensé en devolvérselo algún día si finalmente nos encontramos. Si ese viejo de barba blanca (como dice ser hoy día) me va a esperar alguna vez al aeropuerto de Cali. Pensaba darle esas memorias, tal vez ya borroneadas en su recuerdo, para que llegaran finalmente a manos de los hijos.

Ahora que escribo estas líneas, sé que nunca lo devolveré. Me doy cuenta que siempre fue mío. La joya de la corona de la herencia de Alfredo.



2 comentarios:

  1. Excelente! Me gustó mucho, muy creíble, muy de nuestra historia, algo con lo que cualquiera que vivió esos años (o tiene padres de esa época), puede verse reflejado.
    Besos.

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