Cuando cumplí doce años, ocurrió algo maravilloso: ante una nueva exigencia de libros, mi mamá me sorprendió declarando que ya era tiempo de empezar a leer otras cosas. Y así, con poca ceremonia, rebuscó en la maravillosa biblioteca, abrió un libro en una página específica y me dijo: “lee este cuento”. Era “Final Del Juego” de Julio Cortázar. Mi puerta de entrada al mundo de la literatura adulta.
Tal vez mi mamá no tenía idea del contenido simbólico de aquel momento. Cuando yo aún no sabía leer, me sentaba a contemplar la biblioteca pensando cuándo llegaría el día en que podría apropiarme de ella verdaderamente. Y mi recuerdo es que el único símbolo que podía identificar era una rayuela blanca dibujada en el lomo de un libro negro. “Cuando aprenda a leer, el primer libro será ese, el de la rayuelita”, decía.
A partir de “Final de Juego”, es difícil hacer una cronología de los miles de cuentos y libros que le siguieron. Una vez que accedí a la biblioteca de “los grandes”, todo pasó por mis manos: antologías de cuentos, de literatura de varios países, el diccionario y los tomos de la enciclopedia de mitología griega, libros argentinos como “Rosaura a la Diez” y “El inglés de los Güesos”.
Mientras que el recuerdo de los primeros contactos con la lectura los vinculo a mi papá, debo decir que ya de grande, mi mamá fue mi primer compañera, guía y cómplice. No sólo me abrió la puerta a Cortázar, sino que también me “presentó” a García Márquez, ocupándose de que fuera leyendo libros mas sencillos antes de atacar las grandes obras. Primero me dio un cuento que se llama “Isabel viendo llover en Macondo”, a este cuento siguieron, “La Hojarasca” “La Mala Hora” y “Los funerales de la mama grande”. Recién después leí “Cien años de soledad”. A esa altura el Gabo era como un amigo para mi.
La literatura latinoamericana fue mi gran amor de esta época.
Hasta los 17 años mi papá no me dejó leer nada de Borges, porque decía que yo todavía no estaba preparada. A lo largo de los años comprobé que esto es cierto: algunos autores requieren ciertas lecturas previas. Por eso me parece tremendo que gente que hace años que no lee, concurra a comprar un libro “para el verano” y cometa la cholulez de retirarse de la librería con “Baudolino” de Humberto Eco.
Cuando me fui a estudiar, el ritmo de lectura se desaceleró: estudié una carrera no vinculada a las letras, lo que sorprendió a todos. Las horas de estudio, que implicaban de por sí bastante lectura, y la convivencia con amigas (siempre estaba la charla, el mate listo, la salida al cine) me sacaron de ese ritmo frenético de lectura. Una de mis salidas favoritas era recorrer por las noches las librerías de la calle corrientes, que quedaban cerca del departamento.. Mirar libros de lectura pendiente era como un bálsamo reparador. Una promesa de regreso a la esencia. Al salir de la esfera familiar, conocí por amigos y por visitas a las librerías varios autores nuevos, entre los que destaco a Bukowsky, Kundera y Saramago.
Pasaron los años y me volví a vivir a Viedma. Muy poco tiempo después conocí a mi marido, Carlos.
Así, a la biblioteca ya casi leída por completo de mis padres la sucedió la de mi marido, que he de decir, aun no he sojuzgado. Casi toda la vida me tomará domar a esta diva, que ya contaba con casi mil volúmenes cuando me casé en el 2002.
Carlos es un gran lector, y comprador compulsivo de libros. Basta con la mención en una charla para que días después aparezca con el tomo en cuestión. A diferencia de quies escribe, no es amigo de la biblioteca pública ni de pedir prestado: le gusta tener los libros, especialmente si son buenos. ¡y nada de libros usados! Al contrario de lo que me sucede a mi, detesta el olor a libros viejos.
Entrando a lo importante, debo decir que en semejante cantidad de libros, muy pocos de ellos coincidían con los de la biblioteca de mis viejos. Los gustos de Carlos son completamente diferentes.
En la primera cita me comentó que los autores norteamericanos eran sus favoritos, con Raymond Carver a la cabeza. Hoy me da vergüenza confesarlo, pero yo no tenía idea de quién era. En consecuencia, desde los primeros días del noviazgo (desde antes, incluso) él tomó las riendas de mi educación como lectora.
Gracias a Carlos comencé a leer otros autores, y conocí, por ejemplo, la obra de Salinger, (cuyos libros se encuentran hoy entre mis favoritos) Irving, Auster, Houellebecq.
Ya casados seguimos descubriendo autores, siempre merced a las búsquedas e investigaciones de Charly, que es muy metódico y lee todos los suplementos culturales de los diarios. Así entraron en nuestra vida J. M. Coetzee, Haruki Murakami, Sándor Márai, Amelie Nothomb, A. M. Homes, por nombrar algunos de los favoritos.
Por suerte siempre hay mucho mas para descubrir, y sino ahí están los clásicos –que casi nunca fallan- esperando a ser leidos.
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